Recién estuve visitando a un amigo queridísimo que está internado hace tres semanas por un raro virus que decidió apoderarse de su cuerpo y al salir de la clínica tuve una sensación que pocas veces me ha invadido y es la de fragilidad.
No siempre tengo tan a flor de piel la fragilidad de mi mundo, de mi gente y de mí misma.
Creo que la primera vez que sentí esto fue cuando falleció mi madrina, luego mi madre, Marcos y ahora al ver a mi negrito con tanto tratamiento para sus huesitos y su dificultad para moverse (aunque se va a reponer, lo sé) y hoy volví a pasar por esa misma sensación, la del mundo que se puede derrumbar en un abrir y cerrar de ojos sin que nadie puede hacer nada al respecto.
Y eso trajo aparejado el verme en el espejo de la soledad, en ese que me muestra (cuando me animo a mirarme) el vacío que hay a mi alrededor y la ausencia absoluta que tengo de seres continentes.
En mi pequeño y precario mundo hay aire y sombras, nada más y eso no alcanza para que la vida sea segura, estable, apacible.
He sido una pésima arquitecta para mi vida porque nunca hice los planos correspondientes, siempre fuí a ciegas sumando ladrillos sin fijarme en la solidez de la estructura y así estoy, dándome cuenta de que todo puede venirse abajo en cuanto alguien respire un poco más fuerte de lo normal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario